Era temprano. Los gallos ya empezaban a cacarear para anunciar el día, mientras sostenía una taza de café entre las manos.
Estaba sentada en la mesa del jardín de la casa donde crecí, frente a mí la vista que arropó mi infancia.
La casa que guarda sus plantas, sus objetos, sus rituales.
Me iba, de nuevo, a México.
Y ella, mi Lulo, se quedaba.
Y yo sabía, muy dentro, que ese sería nuestro último encuentro.
Había dejado de caminar, pero no de sonreír.
Estaba frágil, pero no ausente.
Y yo estaba por casarme, por convertirme, legalmente, en otra mujer.
En la Sra. Luisa Cárdenas.
Su nombre. Su título. Su legado.
Y mientras el café se enfriaba y el cielo se hacía más claro, le escribí: